divendres, 30 de març del 2012

Nietzsche - La voluntad de vivir y los compasivos

¿Os conviene ser ante todo hombres compasivos? ¿Conviene a los que padecen que los compadezcáis? Quede por un momento sin contestación la primera pregunta. Lo que nos hace padecer más honda y personalmente es casi incomprensible para el prójimo, aunque comamos con él en el mismo plato. Nuestro dolor es mal interpretado por quienquiera que lo observe, pues lo propio del sentimiento de compasión es despojar al dolor ajeno de lo que tiene de personal. Nuestros bienhechores rebajan mas que nuestros enemigos nuestro valor y nuestra voluntad. En la mayor parte de los beneficios que se hacen a los desgraciados hay algo que indigna, por la indiferencia intelectual con que el compasivo se pone a jugar al destino sin saber nada de las consecuencias y complicaciones interiores que para mi o para ti se llaman infortunio. Toda la economía de mi alma, su equilibrio ante la desgracia, las nuevas fuentes que abre y las necesidades nuevas que de ella dimanan, las viejas heridas que se cierran, las épocas enteras de lo pasado que son arrolladas, de todo esto que con la desgracia se liga, no se preocupa el que nos compadece; quiere socorrer y no piensa que la desgracia puede ser una necesidad personal y que tu o yo podemos necesitar tanto del terror, de las privaciones, de la pobreza, de los sobresaltos, de las aventuras, de los peligros y de los desengaños, como de los bienes contrarios; diciéndolo en términos místicos, el sendero de nuestro cielo pasa por la voluptuosidad de nuestro infierno. El compasivo no sabe nada de esto, el corazón le manda socorrer y cree hacerlo mejor cuanto más pronto socorre. Si vosotros, los partidarios de esa religión, experimentáis hacia vosotros mismos un sentimiento semejante al que os inspira el prójimo; si no queréis conservar vuestro dolor una hora y estáis siempre previniendo de lejos cualquier desgracia imaginable; si el dolor y las molestias os parecen en general cosas odiosas, dignas de ser suprimidas, como una mancha de la vida, entonces, además de vuestra religión de caridad, tenéis otra religión, la del bienestar. Mas, ¡ay¡ ¡cuan poco conocéis la felicidad humana, seres bondadosos, pues la felicidad y la desgracia son hermanas gemelas que, o crecen juntas o como sucede en vuestro caso, se quedan ambas pequeñas¡ ¿Cómo es posible seguir su propio camino sin desviarse? A cada paso nos llama una voz al lado y rara vez miran los ojos algo que no nos invite a acercarnos y nos obligue a descuidar nuestros negocios. Bien sé que hay cien maneras honestas y loables de desviarse de su propio camino, maneras por cierto muy morales. Los predicadores de la moral y de compasión llegan al presente hasta a sostener que apartarse de su camino para socorrer al prójimo es lo único moral. Y por mi parte sé, con absoluta certeza, que basta abandonarse un instante a cualquier ajena miseria que sea verdadera para perderse uno mismo. Si un amigo enfermo me dijera: “Voy a morir, prométeme que morirás conmigo”, se lo prometería del mismo modo que el espectáculo de un pueblo pequeño en número, combatiendo por su independencia, me impulsaría a ofrecerle mi vida, y presento estos casos para presentar malos ejemplos de buenas razones. Sí; hay una secreta seducción en todos esos impulsos de la compasión, en todas esas peticiones de auxilio, pues nuestro camino propio es cosa demasiado dura y exigente, algo que está muy lejos del amor y de la gratitud de los demás, y con placer nos escapamos de él y de nuestra conciencia individual para refugiarnos en la conciencia de los demás y en el templo encantador de la religión de la caridad. Siempre que se declara al presente una guerra, declárase también entre los hombres más nobles del pueblo beligerante una alegría que guardan, en verdad, secreta : se lanzan encantados al encuentro de aquel nuevo peligro de muerte, porque creen haber hallado, en fin, en el sacrificio patriótico, el permiso que tanto tiempo ansiaron: la licencia para apartarse de su fin y su objeto; la guerra es para ellos un rodeo hacia el suicidio, mas un rodeo al que les acompaña la tranquilidad de conciencia. Y aunque me callo aquí ciertas cosas, no quiero callarme lo que mi moral me ordena: vive ignorado para que puedas vivir para ti, vive ignorante de lo que más importa a tu época. Pon entre ti y la actualidad, al menos, el espesor de tres siglos: ¡que no lleguen a ti más que como un murmullo los clamores del día, el ruido de las guerras y de las revoluciones¡ Y tu también querrás socorrer, pero solo a aquello cuyo pensar comprendas por completo, porque participaron contigo de alguna común alegría o esperanza; solo a tus amigos, y a esos les socorrerás como te socorres a ti mismo. Quiero hacerles más valientes, más sufridos, más sencillos y más alegres. Quiero enseñarles lo que hoy comprenden tan pocos, y menos que nadie los predicadores de la compasión: no el dolor común sino la común alegría”. 

Nietzsche, La Gaya Ciencia.