Más rico y más pobre a la vez.- Conozco a un hombre que, de niño, se había acostumbrado a pensar bien en la intelectualidad de los hombres, es decir, de su verdadera inclinación por las cosas del espíritu, de su gusto desinteresado por las cosas reconocidas como verdaderas, etc., a tener, en cambio, una idea muy mediocre de sí mismo (de su juicio, de su memoria, de su presencia de espíritu, de su imaginación). Cuando se comparaba con los demás, no se reconocía valor alguno. Pero con el curso de los años se vió obligado, primero una vez y luego mil, a cambiar de opinión sobre este punto; y podría creerse que con gran contento suyo y con gran satisfacción. En efecto, hubo algo de esto; pero, como dijo en cierta ocasión: “Va unida a una amargura de la peor especie, una amargura que no conocía en años anteriores; pues, desde que aprecio a los hombres y a mi mismo, con más justicia, respecto a las necesidades intelectuales, mi espíritu me parece menos útil; con él no creo ya poder hacer obra buena, porque el espíritu de los demás no sabría aceptarla; ahora veo siempre ante mi el abismo espantoso que existe entre el hombre que puede prestar ayuda y el que la necesita. He ahí porque me siento atormentado por la miseria de poseer mi espíritu para mí solo y de disfrutarlo en tanto que es soportable. Pero dar vale más que poseer; y ¿qué es el hombre más rico si vive en la soledad de un desierto?”
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