¿Os conviene ser ante todo
hombres compasivos? ¿Conviene a los que padecen que los compadezcáis?
Quede por un momento sin contestación la primera pregunta. Lo que nos hace
padecer más honda y personalmente es casi incomprensible para el prójimo,
aunque comamos con él en el mismo plato.
Nuestro dolor es mal interpretado por quienquiera que lo observe, pues lo
propio del sentimiento de compasión es despojar al dolor ajeno de lo que
tiene de personal. Nuestros bienhechores rebajan mas que nuestros enemigos
nuestro valor y nuestra voluntad. En la mayor parte de los beneficios que se
hacen a los desgraciados hay algo que indigna, por la indiferencia intelectual
con que el compasivo se pone a jugar al destino sin saber nada de las
consecuencias y complicaciones interiores que para mi o para ti se llaman
infortunio. Toda la economía de mi alma, su equilibrio ante la desgracia, las
nuevas fuentes que abre y las necesidades nuevas que de ella dimanan, las
viejas heridas que se cierran, las épocas enteras de lo pasado que son
arrolladas, de todo esto que con la desgracia se liga, no se preocupa el que
nos compadece; quiere socorrer y no piensa que la desgracia puede ser una
necesidad personal y que tu o yo podemos necesitar tanto del terror, de las
privaciones, de la pobreza, de los sobresaltos, de las aventuras, de los
peligros y de los desengaños, como de los bienes contrarios; diciéndolo en
términos místicos, el sendero de nuestro cielo pasa por la voluptuosidad de
nuestro infierno. El compasivo no sabe nada de esto, el corazón le manda
socorrer y cree hacerlo mejor cuanto más pronto socorre. Si vosotros, los
partidarios de esa religión, experimentáis hacia vosotros mismos un
sentimiento semejante al que os inspira el prójimo; si no queréis conservar
vuestro dolor una hora y estáis siempre previniendo de lejos cualquier
desgracia imaginable; si el dolor y las molestias os parecen en general cosas
odiosas, dignas de ser suprimidas, como una mancha de la vida, entonces,
además de vuestra religión de caridad, tenéis otra religión, la del bienestar.
Mas, ¡ay¡ ¡cuan poco conocéis la felicidad humana, seres bondadosos, pues la
felicidad y la desgracia son hermanas gemelas que, o crecen juntas o como
sucede en vuestro caso, se quedan ambas pequeñas¡ ¿Cómo es posible seguir
su propio camino sin desviarse? A cada paso nos llama una voz al lado y rara
vez miran los ojos algo que no nos invite a acercarnos y nos obligue a
descuidar nuestros negocios. Bien sé que hay cien maneras honestas y loables
de desviarse de su propio camino, maneras por cierto muy morales. Los
predicadores de la moral y de compasión llegan al presente hasta a sostener
que apartarse de su camino para socorrer al prójimo es lo único moral. Y por
mi parte sé, con absoluta certeza, que basta abandonarse un instante a
cualquier ajena miseria que sea verdadera para perderse uno mismo. Si un
amigo enfermo me dijera: “Voy a morir, prométeme que morirás conmigo”, se
lo prometería del mismo modo que el espectáculo de un pueblo pequeño en
número, combatiendo por su independencia, me impulsaría a ofrecerle mi
vida, y presento estos casos para presentar malos ejemplos de buenas
razones. Sí; hay una secreta seducción en todos esos impulsos de la
compasión, en todas esas peticiones de auxilio, pues nuestro camino propio es
cosa demasiado dura y exigente, algo que está muy lejos del amor y de la
gratitud de los demás, y con placer nos escapamos de él y de nuestra
conciencia individual para refugiarnos en la conciencia de los demás y en el
templo encantador de la religión de la caridad. Siempre que se declara al
presente una guerra, declárase también entre los hombres más nobles del
pueblo beligerante una alegría que guardan, en verdad, secreta : se lanzan
encantados al encuentro de aquel nuevo peligro de muerte, porque creen
haber hallado, en fin, en el sacrificio patriótico, el permiso que tanto tiempo
ansiaron: la licencia para apartarse de su fin y su objeto; la guerra es para
ellos un rodeo hacia el suicidio, mas un rodeo al que les acompaña la
tranquilidad de conciencia. Y aunque me callo aquí ciertas cosas, no quiero
callarme lo que mi moral me ordena: vive ignorado para que puedas vivir para
ti, vive ignorante de lo que más importa a tu época. Pon entre ti y la
actualidad, al menos, el espesor de tres siglos: ¡que no lleguen a ti más que
como un murmullo los clamores del día, el ruido de las guerras y de las
revoluciones¡ Y tu también querrás socorrer, pero solo a aquello cuyo pensar
comprendas por completo, porque participaron contigo de alguna común
alegría o esperanza; solo a tus amigos, y a esos les socorrerás como te
socorres a ti mismo. Quiero hacerles más valientes, más sufridos, más
sencillos y más alegres. Quiero enseñarles lo que hoy comprenden tan pocos,
y menos que nadie los predicadores de la compasión: no el dolor común sino
la común alegría”.
Nietzsche, La Gaya Ciencia.
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