El amor empieza cuando se rompen
los dedos
y se dan vuelta
las solapas del traje,
cuando ya no hace
falta pero tampoco
sobra
la vejez de
mirarse,
cuando la torre de
los recuerdos, baja o
alta,
se agacha hasta la
sangre.
El amor empieza
cuando Dios termina
Y cuando el hombre
cae,
mientras las
cosas, demasiado eternas,
comienzan a
gastarse,
y los signos, las
bocas y los signos,
se muerden
mutuamente en cualquier
parte.
El amor empieza
cuando la luz se
agrieta como un
muerto disfrazado
sobre la soledad
irremediable.
Porque el amor es
simplemente eso:
la forma del
comienzo
tercamente
escondida
detrás de los
finales.
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El silencio que
queda entre dos palabras
no es el mismo
silencio que envuelve una cabeza cuando cae,
ni tampoco el que
estampa la presencia del árbol
cuando se apaga el
incendio vespertino del viento.
Así como cada voz
tiene un timbre y una altura,
cada silencio
tiene un registro y una profundidad.
El silencio de un
hombre es distinto del silencio de otro
y no es lo mismo
callar un nombre que callar otro nombre.
Existe un alfabeto
del silencio,
pero no nos han
enseñado a deletrearlo.
Sin embargo, la
lectura del silencio es la única durable,
tal vez más que el
lector.
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