dijous, 11 de juliol del 2013

El efecto Thalassa - Mario Satz




Uno de los más brillantes discípulos de Freud en la Viena de comienzos de siglo, Sandor Ferenczi, escribió una obra singular llamada Thalassa para explicarse y explicarnos ciertas regresiones psíquicas que se producen en el acto de amar. Dijo, por ejemplo, que el miembro masculino se transforma imaginariamente en un pez y la vagina en océano, y que en ese medio acuático de textura ácida, cuyo Ph ácida recuerda el caldo de los orígenes, se despliegan, si uno está lo bastante atento como para percibirlo, grandes mantas invisibles de alas sincrónicas, el plancton de los sueños, radiolarios rosados como uvas, huececillos estelares, una galería entera de fantasmas pretéritos y, tal vez, también un desfile insólito de rostros posibles, los de las criaturas que estamos convocando al estrechar nuestros cuerpos. Para Ferenczi, estaba claro que en el acto amoroso, y aunque fuera de modo parcial, la filogenia repite la ontogenia. El hecho individual la magna escena cosmogónica. Lo cierto es que cientos de mitos de todo el mundo parecen confirmarlo, y la Venus marina de Botticceli tiene suficientes rasgos simbólicos como para evidenciar semejante teoría.

Yendo más lejos aún, descendiendo un poco más tras el tierno silencio compartido que pone en paralelo los jadeos, podríamos deslizarnos a ese espacio sin límites que el poeta inglés y romántico Blake llamaba la imaginación para viajar con ella hasta el corazón mismo de las mareas, cuya réplica en miniatura acaba de agitar la sangre. Sabemos que es la rotación de la Tierra la causa de que en un día lunar (24 hs 50 minutos) se produzcan dos pleamares y dos bajamares. Si la Luna no está en el ecuador de la Tierra, es evidente que las dos bajamares serán distintas, diferencia de alturas a las que se llama desigualdad diurna. Pero si, en cambio, el centro de la Tierra se halla aproximadamente alineado con el centro de la Luna y el Sol (sizigías), entonces las mareas resultantes son mayores pasándose a llamar mareas vivas. Un fenómeno que ocurre en Luna nueva y Luna llena, particularmente detectable en los días equinocciales que, justamente, pasan por ser aquellos en los que estadísticamente nuestra especie más hace el amor. Por raro que nos parezca, la voz sizigías, que nombra la posición en que la Tierra, el Sol y la Luna se encuentran alineados, bien con los dos últimos al mismo lado o bien opuestos, con la Tierra en el centro, en conjunción en el primer caso y en oposición en el segundo, procede de la raíz griega "sigueis" o "sigueuis", que significa innato, natural, análogo, y también alude a °los meses en los que comenzó la vida!

Lógicamente, tendidos en el lecho, uno junto al otro, la mayoría de los amantes o esposos ignoran toda esa matemática astral, esa cuna filológica, pero tal preocupación está en la base de lo que los teóricos del Renacimiento como Leonardo da Vinci, Alberti o el maestro Colonna, denominaban "el número de oro", cuya huella nuestro cuerpo lleva impreso en el ombligo, allí donde el seis del alterno horario marino y el nueve del embarazo materno se dan la mano. Huella que, por sí misma, garantizaba entonces y garantiza aún hoy a los enamorados o a la pareja, caso de conocerla, la feliz sensación de un nexo armónico, el concordato posible entre su intimidad y la sonrisa de las estrellas. Sobre esto no habla el libro del psicólogo húngaro, pero la casuística aportada por él acerca del viaje simbólico en el que se embarca el alma humana cada vez que hace el amor, es apabullante. Tampoco el revolucionario Reich vio en el orgasmo más que una descarga, todo lo cósmica que se quiera, pero, la verdad sea dicha, más cerca de la fisiología que de una poética de las caricias y los besos. Por su parte, Rachel Carson, la famosa oceanógrafa norteamericana(1), tras escribir páginas asombrosas sobre la relación de nuestro plasma sanguíneo con el mar, concluyó que: "Llevamos en las venas la corriente salina de nuestra sangre, en la que el sodio, el potasio y el calcio se hallan en combinaciones semejantes a las que existen en el agua de mar y en proporciones relativas muy análogas. Esta es la herencia desde el día, hace un número incalculable de millones de años, en que un remoto antecesor pasó de la etapa unicelular a la multicelular y adquirió por primera vez un sistema respiratorio en el interior de cual corría un humor casi idéntico al del agua de mar." Un pensamiento, se nota, basado en algo más que en la analogía.

La tradición kabalística o visión profunda de los textos bíblicos, al denominar si al momento cumbre del orgasmo, palabra que posee la misma raíz que "ish" u hombre angélico, establece que en el instante de experimentar el efecto Thalassa nos damos vuelta como guantes, la sangre se invierte y tras el acto de la cópula se produce una repolarización en la corriente linfática que, más allá de la altura alcanzada y como consecuencia de ella, hace que nos sumerjamos en el limo del principio para participar allí, y de modo espontáneo, de su magia regenerativa. D.H. Lawrence, el mistagogo erótico de los años veinte, autor de El amante de Lady Chatterley, sostuvo algo semejante tomándose muy en serio la mística sexual y comparando el acto amoroso a un eclipse ora lunar, ora solar. En el otro extremo del mundo, los chinos, cuyo yoga sexual diferencia el orgasmo de la eyaculación masculina, llaman al momento cumbre "las nubes y la lluvia", yün yü, significando con yün una vasta reunión, una síntesis, un conglomerado y con yü el agua que se derrama. Un punto de encuentro líquido y al mismo tiempo su separación, como si el ciclo hídrico que recorre la atmósfera se reflejara también en el íntimo espacio que encierran nuestros abrazos. Aquellos que insisten, y con razón, en ver en el orgasmo o momento de mayor intensidad de la cópula un hecho místico, nos recuerdan aquellos versos tan poderosos de San Juan de la Cruz que rezan:

Cuanto más alto se sube,
tanto menos entendía,
qué es la tenebrosa nube
que a la noche esclarecía;
por eso quien la sabía
queda siempre no sabiendo
toda ciencia trascendiendo
(2)


Es cierto que para el poeta católico esa divinal esencia no es seminal, y que su subido sentir no puede confundirse en ningún caso con lo que se ha popularizado como "hacer el amor" entre dos, y, sin embargo ¿acaso no habla Juan de Yepes de las bodas entre el Esposo y la Esposa, el Espíritu y el Alma, al igual que Santa Teresa? El campo de acción donde eso ocurre, recordemos, es un único y mismo cuerpo humano en el instante en que supera todo dualismo, y superar todo dualismo no concierne únicamente al macho y a la hembra sino a la criatura y la Creación en la que aquella se halla inscrita. Idea que, por cierto, empapa cada una de las páginas del Thalassa del psicoanalista húngaro con el fin de hacernos entender nuestro vasto parentesco con todas las especies vivas y, por qué no, con todas sus costumbres amorosas. En la época en que escribe su libro, Ferenczi no cree que el psicoanálisis debe ser reduccionista, antes bien piensa que sólo cuando el sujeto comprenda todo aquello que está en juego-de lo macro a lo micro-en el acto amoroso, será capaz de vivenciar en profundidad las luces de sus éxtasis viendo en la mujer a su madre y al océano, experimentado ella al hombre como el rayo y el sol, en un juego de roles que, por debajo de la piel, es grandioso por ser transpersonal y sublime porque siempre supera, en la dulzura de la interjección, esas redes que la razón y la lengua tienden para cazar el ubicuo sentido de su vuelo. En un texto poco sospechoso de vulgaridad como El Evangelio según Tomás,(3) Jesús exclama, al hablar del cuerpo humano, lo siguiente: "Pero yo me maravillo de esto: ¿cómo esta gran riqueza se ha puesto en esta pobreza?" Tesoro que es, a su juicio, el lugar donde nace la luz, pero también allí donde el hombre se hace mujer y la mujer hombre, metafórica o realmente.

Hoy, que la desnudez no es ya un hecho sagrado para nosotros, que injertamos órganos y emponzoñamos los mares y nos juntamos y ayuntamos sin saber muy bien cómo y por qué, una relectura profunda, una amplificatio- como se decía en la retórica medieval-de nuestros sentidos hasta hacerlos coincidir con los más obvios y maravillosos del cosmos, podría humillar todos aquellos aspectos nocivos de la cultura devolviéndonos el gusto por los más nobles de la naturaleza. Hasta que, prosigue el citado Evangelio apócrifo: "Dejéis vuestra vergüenza y toméis vuestros vestidos y los pongáis debajo de vuestros pies, como los niños pequeños, y los pisoteéis, entonces veréis a Aquel que está vivo y no temeréis" .Si la culpa es la historia misma de nuestra conciencia, la absolución llegará cuando la inocencia sea lo bastante lúcida como para amanecernos la mirada. Abrazando, al abrazarnos, también al mar, quizás llegaríamos a quererlo como se merece.

Mario Satz

(1) Rachel Carson: El mar que nos rodea, Grijalbo,Barcelona 1987.
(2) San Juan de la Cruz, BAC,Madrid 1978.
(3) El Evangelio según Tomás, Siete y Medio, Barcelona, 1981.

(Extraído de Centro Enrique Eskenazi)