dimarts, 19 d’abril del 2011

Robert Avens: Reflexiones sobre “El entierro del alma en la civilización tecnológica” de Wolfgang Giegerich.




El presente artículo es un intento de explorar la difícil y polémica conexión entre el cristianismo y la tecnología o la ciencia técnica. Quisiera plantear el tono de lo que sigue refiriéndome a dos autores norteamericanos que han tratado con este asunto. El historiador de la cultura Lynn White Jr., señalando al hábito de llamar a nuestro tiempo la era "post-cristiana", advierte que la sustancia de nuestro pensamiento, dominado aún por una fe implícita en el progreso perpetuo, "está arraigada y es inseparable de la teleología judeo-cristiana". En otro pasaje que nos acerca aún más a la tesis principal de este artículo, White afirma que "la ciencia moderna es una extrapolación de la teología natural y ... la tecnología al menos parcialmente.... es una realización voluntarista occidental del dogma cristiano de la trascendencia del hombre respecto a la naturaleza y de su justo dominio sobre ella" (1). En vistas de esto, no debiéramos dudar en proponer (y el resto de nuestra discusión se propone tratar esto) que, a pesar de las apariencias, vivimos en una era que lejos de ser anti o post cristiana, es eminentemente y singularmente cristiana.

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En las culturas míticas ritualistas la verdad y la realidad se copertenecían; lo real era también lo verdadero y la verdad sólo verdad hasta el punto en que era real. Esta confluencia de las dos tiene el carácter de "phainesthai" (apariencia, brillo). La palabra "fenómeno", para Giegerich, equivale a la palabra "imagen". Los fenómenos no tienen envés; son lo que significan y significan lo que son. Lo que se manifiesta e impresiona al alma con un efecto numinoso es verdad en virtud de su brillo. Para ilustrar esto, Giegerich relata la conversación entre Jung y un jefe de los indios pueblo. Para el jefe y su pueblo, el sol era el padre divino. Jung le preguntó al jefe si no creía que el sol era una bola de fuego, configurada por un Dios invisible. En otras palabras, Jung empleó el argumento de San Agustín: "Dios no es el sol, sino Aquél que ha hecho el sol". Para el indio esto era la más horrible blasfemia, según cuenta Jung. Meramente respondió: "El sol es Dios. Todos pueden ver eso". "Este es el Padre; no hay Padre detrás de él" (8)

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Hoy para la mayoría de la gente la primera cuestión en cualquier charla sobre Dios tiene que ver con su existencia o inexistencia. En el mundo del mito, sin embargo, este tipo de cuestiones sencillamente no surgen. Por ejemplo, no se puede decir que Zeus existió o que no existió. Se vivía diariamente a la luz de Helios, se sentía su radiación en el propio cuerpo. De modo semejante no preguntamos ¿hay perros? ¿Hay viento? ¿Hay vida sobre la tierra? Los fenómenos naturales han dejado atrás nuestras preguntas sobre su existencia hace mucho y nuestras dudas siempre llegan demasiado tarde, porque las respuestas las daba la misma naturaleza, es decir, los fenómenos y su brillo numinoso. Ver a Dios en el sol o en el trueno no tiene nada que ver con la superstición o la credulidad; es un tiempo de ver que debe entenderse en el contexto del significado mítico de la palabra "Dios". Dios (theos) no significa una persona actuante o un ser supremo; inicialmente no era un sujeto posible de una oración sino un predicado, un concepto predicativo. La palabra theos se usaba para afirmar algo acerca de los acontecimientos reales, tenía el sentido de "inaudito", "extraordinario", "maravilloso". Los antiguos griegos podían así decir: "Cuando un hombre ayuda a su compañero, eso es Dios". El acontecimiento, el fenómeno es Dios. "Dios" significaba una cualidad de los mismos acontecimientos reales, su efecto sobre el hombre. Los dioses del mito eran Dioses naturales, auto evidentes, de modo que era imposible creer en ellos o dudar de su existencia (10)
El nuevo Dios cristiano ha cesado de ser un Dios natural auto-evidente. Como espíritu "puro", "puro" amor, etc., puede presentarse sólo mediante la fe y mediante la prédica de su palabra. Por lo mismo se volvió un Dios completamente sobrenatural, trascendente, extramundano -"el verdadero Dios", el absoluto detrás de la realidad sensible.

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En una de sus cartas Jung refiere que durante una expedición en Kenya el grupo subió al jeep a un nativo que nunca había visto un coche. Después de un rato el nativo pidió al conductor que detuviera el coche y se estiró sobre el suelo, diciendo que tenía que aguardar que su alma lo alcanzase (27)
Confundimos la situación del nativo con la nuestra. Todavía suponemos que somos nosotros quienes, gracias a nuestro desarrollo racional y tecnológico, hemos sobrepasado el alma. Como el nativo, nosotros los modernos creemos que el alma reside en lo que hemos abandonado hace tiempo: en la naturaleza, en la vida del instinto y la sexualidad, en la tierra, en los mitos y las religiones. La verdad es que nuestra alma ha abandonado todas estas cosas; viaja en el jeep, se siente al volante, mientras que nosotros nos hemos bajado y esperamos que el alma nos alcance desde atrás, es decir, desde todo lo que ahora yace en el pasado. Realmente empero, no nos hemos bajado en absoluto pues es imposible ignorar la dirección de la historia. Sólo nos hemos bajado en la fantasía. En realidad Giegerich dice que hemos estado conduciendo durante cientos de años con nuestras espaldas vueltas contra la dirección de la locomoción. No sorprende entonces que deploremos nuestra alienación (28). La naturaleza, mythos, los dioses antiguos están realmente muertos. Y, como sabía Hölderlin, no sólo esta prohibido sino que también es imposible despertar los muertos. Creemos que todavía vivimos sobre la tierra, mientras que en verdad nuestra anima circula alrededor de la tierra en nuestros satélites en el frío y vacío espacio. En lugar de mirar de la tierra hacia el cielo, miramos nuestra tierra desde arriba. Giegerich no niega que nuestro sentido profundo de comunión con la naturaleza y nuestra apreciación de los tesoros culturales del pasado sean emociones humanas valiosas. Pero en tanto estos sentimiento no son más que romanticismo sentimental de la naturaleza y nostalgia por el mundo perdido del mito, tienen el efecto de una nana. Alimentan el engaño de que el pasado guarda verdades eternas, que la Madre Tierra es indestructible, que los viejos valores son estables. Sin embargo es claro que el aire y los océanos no se limpiarán, que los bosques destruidos por lluvias ácidas nunca volverán a crecer. Aparte de estas destrucciones ónticas (empíricas o físicas), la naturaleza ya hace mucho que ha sido destruida en su esencia ontológica. La actitud del hombre hacia el mundo como un todo ha cambiado radicalmente porque ha sido posible primeramente abandonar literal y físicamente la tierra, en segundo lugar, destruir la vida en la tierra, y hasta el mismo planeta-tierra.

Pese a todo esto todavía estamos inmersos en estados medievales de mente. En tanto deliberamos solemnemente acerca de auto-realización, una sociedad verdaderamente humana (amar al vecino), acerca de una naturaleza sana, etc., se invierten millones en la industrialización el armamento, el desarrollo de ordenadores y la exploración espacial. Nos arreglamos para convencernos de que la gente responsable de estos excesos son los represivos sustentadores del poder, los depredadores amos de la industria, los tecnócratas híbridos. En opinión de Giegerich, nuestra actitudes al respecto son completamente neuróticas. La mano derecha rehúsa saber lo que hace la mano izquierda. Pero así como la mano izquierda es nuestra mano, así esta gente son nuestros amos de la industria y nuestros tecnócratas; son ellos los que llevan nuestra sombra por nosotros, de modo que nuestra conciencia pueda pretender ser inmaculada. Pertenecemos a los mismo tecnócratas a quienes despreciamos.