dilluns, 14 de juny del 2010

Henri Michaux

OTROS CAMBIOS AÚN


A fuerza de sufrir, perdí los límites de mi cuerpo y me desmesuré irresistiblemente. Fui todas las cosas; sobre todo hormigas, interminabemente una detrás de otra, hormigas laboriosas y sin embargo titubeantes. Aquello era un movimiento loco. Yo debía prestar mucha atención. De pronto advertí que no solamente era las hormigas sino también su camino. Por cuanto de tan desmenuzable y polvoroso que éste era, se puso duro y mi sufrimiento se volvía atroz. Yo esperaba que explotase en cualquier momento y que se proyectase en el espacio. Pero resistió. Me proponía descansar de cualquier modo sobre otra parte mía, más suave. Esa parte era una selva y el viento la agitaba dulcemente. Pero vino un tempestad y las raíces, a fin de resistir al creciente vendaval, me taladraban. Eso no era nada, pero me forzaron tan profundamente, que era peor que la muerte. Un desmoronamiento repentino del terreno hizo que una playa entrase en mí. Era una playa de guijarros. Estos se pusieron de pronto a rumiar en mi interior y a clamar por el mar, por el mar. Mucha veces me transformé en boa y aunque esto resultara muy incómodo por cuanto había que estirarse, me aprestaba a dormir o bien me mudaba en bisonte y me preparaba para pacer, cuando al punto un tifón se me desencadenaba en un hombro y las embarcaciones eran proyectadas en el espacio, los barcos de vapor preguntábanse si llegarían a puerto; sólo se escuchaba S.O.S. Lamentaba no ser más boa o bisonte cuando poco tiempo después fue preciso que me achicase hasta el punto de caber en un platillo. Los cambios eran siempre bruscos, había que rehacerlo siempre todo y eso no valía la pena porque no duraría más que algunos instantes. Era preciso adaptarse sin embargo a esos cambios siempre bruscos. No cuesta tanto pasar de romboedro a pirámide truncada, pero duele pasar de pirámide truncada a ballena; es preciso saber nadar en seguida, saber respirar y luego, el agua es fría y luego, hay que enfrentarse con los arponeros aunque yo, en cuanto veía un hombre, huía. Pero ocurría que súbitamente era trastrocado en arponero. Entonces debía recorrer una ruta más extensa. Lograba finalmente alcanzar a la ballena, le lanzaba con energía un arpón desde la proa, un arpón bien aguzado y sólido (después de haber hecho amarrar, claro está, y verificar el cable). El arpón partía, entraba profundamente en la carne causando una herida enorme. Era entonces cuando me daba cuenta de que yo era la ballena y esto me proporcionaba una nueva ocasión para padecer, a mí, que no puedo todavía acomodarme al sufrimiento. Después de una carrera loca perdía de pronto la vida, pero me trocaba al mismo tiempo en barco y cuando yo era el barco, pueden ustedes creerme, hacía agua por todas partes. Y cuando todo ya andaba de mal en peor, entonces, y esto era seguro, me volvía capitán, trataba de adoptar serenidad de ánimo, pero estaba en verdad desesperado, y si alguien a pesar de todo, lograba salvarnos, entonces me mudaba en cable, y el cable se rompía, y si una lancha saltaba en pedazos, ocurría que justamente yo era todas las planchas, y me hundía, y trasmutado en equinodermo, esa mutación sólo duraba un segundo, por cuanto, desamparado en medio de los enemigos de quienes no tenía siquiera noticia, éstos me echaban mano en seguida, me comían vivo con esos ojos blancos y feroces que sólo se encuentran bajo el agua, bajo el agua salada del océano que aviva todas las llagas. ¿Quién me dejaría tranquilo, ay, por algún tiempo? Pero no, si no me muevo, me pudro en el lugar, y si me muevo, es para colocarme bajo los azotes de mis enemigos. No me atrevo entonces a hacer ningún movimiento. Me disloco inmediatamente para formar parte de un conjunto barroco viciado por un equilibrio que se pone en evidencia demasiado pronto y en forma demasiado clara. Si me trocase siempre en animal, concluiría en rigor por acomodarme, puesto que el comportamiento de los animales, tanto como el principio de acción y de reacción de los mismos, son siempre iguales, pero ocurre que soy todavía otras cosas, y si fuese solamente cosas, eso marcharía, pero soy conjuntos de cosas ficticias, e incluso lo impalpable. ¡Qué broma cuando me transformo en rayo! Tengo que andar a los apurones entonces, yo que me arrastro siempre y que nunca me decido a tomar una determinación. ¡Ah, si pudiese morirme de una buena vez! Pero no, siempre se me juzga bueno para una vida nueva y, no obstante, no hago más que meter la pata en ella y conducirla a la perdición. Pero tampoco esto resulta un obstáculo porque me entregan al punto otra vida en la que mi prodigiosa incapacidad habrá de manifestarse nuevamente con evidencia. Sucede también que renazco a veces con cólera... "¿Eh? ¿Qué se pretende hacer romper en dos pedazos aquí? ¡Fárrago de Taciturnos! ¡Rateros! ¡Atracadores! ¡Porquerías! ¡Macacos! ¡Cuclillos! ¡Soy yo el que está en vuestro nido! ¡Y os digo m.....! ¡Cobardes! ¡Cobardes!" Pero cuando ocurre que estoy en estado de comprender, nadie me ve, y poco después habrán de transformarme en un ser sin fuerzas. Y así siempre, y sin tregua. ¡Hay tantos animales, tantas plantas, tantos minerales! y lo he sido ya todo y tantas veces... Pero las experiencias no me sirven para nada. Volviéndome por la trigésima segunda vez clorhidrato de amonio, tengo todavía la tendencia de comportarme como un arsénico, y mudado en perro, mis maneras de pájaro nocturno lo desgarran todo. Raramente veo alguna cosa sin experimentar ese sentimiento tan especial... Ah, sí, yo he sido ESO... no lo recuerdo exactamente, pero lo siento. Esta es la razón por la cual me agradan tanto las Enciclopedias Ilustradas. Las hojeo y experimento muchas veces vivas satisfacciones porque veo en ellas las fotografías de muchos seres que no he sido aún. Eso me tranquiliza, es delicioso y me digo: "¡También hubiera podido ser esto y esto otro y se me ha dispensado de serlo!" Lanzo entonces un suspiro de alivio. ¡Oh, el reposo!


MUERTE DE UN PÁJARO

Tenía un color magnífico; era un Carpintero,
Le descargué mis perdigones, Pareció titubear,
luego cayó sobre una ancha hoja de palmera. Lo tomé en mi mano.
Era así: oro, negro, rojo.
Lo palpé, le desplegué las alas, lo examiné minuciosa y largamente:

Estaba intacto. Debió morir de una conmoción súbita .