dissabte, 14 d’abril del 2012

Javier Gomá Lanzón - Único y repetible

Infinito para sí mismo, cero para el todo social. Genios irrepetibles a la vez que uno más del montón. Con dignidad, pero también con precio.


El otro día sentí una opresión en el pecho, concretamente en el costado izquierdo. Intoxicado por esas informaciones dispersas que acerca de la salud los ciudadanos comunes recibimos por vías oficiosas, enseguida sospeché de varias enfermedades posibles, todas ellas letales. Al final me diagnostiqué un infarto, quizá uno múltiple, y comprendí que mi vida corría serio peligro. Mientras me dirigía a las urgencias del hospital más cercano rememoré mi paso por la tierra. En esos momentos se cae en la cuenta de hasta qué insospechado punto uno está entrañablemente enamorado de sí mismo.

Ese querido mundo interior donde vertemos con demorada delectación la ambrosía de nuestras experiencias, aprendizajes, sentimientos, recuerdos, convicciones, acostumbramientos, opciones existenciales, todos esos hilos delicados que se trenzan para formar la guirnalda del individuo único e irrepetible que soy yo, ese mundo entero podría desaparecer para siempre, cavilé en un rapto de autocompasión, si una enfermedad descomponía estúpidamente su soporte corporal, del que depende por completo para subsistir. Cuando informé de mis dolencias en la recepción del hospital, la enfermera completó sin mirarme una ficha en el ordenador y me señaló la sala de espera. Estaba atestada. Dispuse todavía de una hora larga de ensimismamiento y profundas meditaciones antes de que me recibiera el médico en una pequeña y funcional consulta. Era el final de su turno y ofrecía signos de estar exhausto tras haber atendido a docenas de enfermos enamorados de ellos mismos como yo, individualidades únicas e irrepetibles cuyo soporte corporal sufría algún malestar parecido al mío.

En estos tiempos científicos en los que el ojo clínico ha sido sustituido por burocráticos protocolos médicos de obligado cumplimiento, la sensación de tener una individualidad invisible para el médico (por lo demás un profesional respetuoso) y ser para él sólo un caso despersonalizado, me dominó en todo momento. Siendo lo peor de todo que la mayoría de nosotros, en esas circunstancias, nos comportamos de modo que merecemos el dictado de “pacientes”, pues quienes sólo unos minutos antes estábamos ebrios de nuestra mismidad, basta una bata blanca para que nos rindamos ante la autoridad facultativa con la mansedumbre del cordero que va al matadero.

¿Qué imagen tenemos de nosotros mismos? Para el hombre moderno, la más elevada representación de la subjetividad se halla en la figura del artista y, a su vez, la suprema realización del artista se encarna en el genio. Un genio es para Kant alguien que se parece a la Naturaleza en su producción de originalidad y novedad incesantes (natura naturans). No imita las reglas de nadie porque, al contrario, él da la regla a los demás y es fuente de toda normatividad. Su obrar es inconsciente y espontáneo como una erupción volcánica, y por eso el aprendizaje de su don, demasiado singular, queda excluido. Kant presupone que un genio es un fenómeno excepcional que se produce rara vez, pero, por un curioso proceso de generalización, hoy su concepto se ha masificado y constituye el ideal al que aspira el hombre corriente y con el que se mide para comprenderse a sí mismo. Para él lo más genuinamente individual de su individualidad reside en aquello que comparte con el artista genial: su espontaneidad creadora, su originalidad, su diferencia comparativa. Observa Herder que así como no hay en la naturaleza dos hojas iguales, así tampoco hay dos rostros iguales y menos dos hombres: “Todo hombre acaba por constituir su propio mundo, semejante, sí, en su manifestación externa, pero estrictamente individual en su interior e irreductible a la medida de otro individuo”. Y el hecho de saberse distinto, único e irrepetible como un genio le confiere su dignidad exclusiva como ser humano. Dice Kant que “todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad”, para a continuación concluir que el hombre es la única entidad que posee dignidad, no precio, y no puede ser sustituido por nada equivalente.

Y, sin embargo, lo que es válido como ideal no se verifica en la realidad. Pese a ser poseedores de dignidad hors de commerce, de hecho los hombres recibimos a diario el tratamiento de aquellas mercaderías que tienen precio. Nos parecemos a las cosas fungibles y consumibles que cataloga nuestro venerable Código Civil. Fungibles porque en la sociedad —en particular en la urbana, masificada y burocratizada— el yo, desprendido de la gran cadena del ser, sin árbol genealógico, sin mitología, experimenta a cada paso su irrelevancia en el gran anonimato mundial. Nos administran con un número en los listados públicos: de contribuyentes, de votantes, de afiliados a la Seguridad Social. Rubachof, el protagonista de El cero y el infinito, la novela de Koestler, afirma que el yo individual es una ficción gramatical y lo define como “una multitud de un millón dividida por un millón”. Y además de fungibles, somos también consumibles, porque experimentamos en nuestras carnes hasta qué punto, como le pasa al amor de tanto usarlo, también nuestro yo se va agotando poco a poco en el oficio de vivir y envejecer.

Infinito para sí mismo, cero para el todo social. Genios irrepetibles a la vez que uno más del montón. Con dignidad pero también con precio. He aquí nuestro extraño sino: el de ser únicos pero no irrepetibles sino perfectamente repetibles-sustituibles-consumibles. En el interior, un sentimiento oceánico; en el exterior, una vaciedad político-social. Estos dos polos nos constituyen a partes iguales y sabemos que nunca se dejarán conciliar porque esa tensión pertenece a la trama misma de la vida humana. Imposible una síntesis superadora mientras alientes sobre la tierra.

No quiero dejarte, lector solícito, con la ansiedad de desconocer cómo terminó el episodio clínico que motivó estas graves consideraciones filosóficas. Te agradará saber que afortunadamente no era un infarto múltiple. Eran gases.